El paraíso perdido

De las fábulas de antaño —menos que éstos sin embargo—,

Deucalión[328] y Pirra casta, a fin de restaurar

A la anegada raza humana, acudieron fervorosos

Al altar de Temis. A los Cielos sus plegarias

Ascendieron, sin que vientos envidiosos, errabundas

O frustradas las perdieran. Allí accedieron,

Indimensas[329], por celestes Puertas; y vestidas luego

Con incienso, donde el áureo altar humaba,

Por el gran Intercesor, por fin llegaron

Ante el Trono de Dios Padre. Presentándolas el Hijo

Satisfecho, así empezó su intercesión:

«Mira, Padre, qué primicias brotan en la Tierra

De la gracia que en el hombre has implantado:

Son suspiros y plegarias, que, mezclados con incienso

En turíbulo de oro, yo tu sacerdote traigo;

Frutos de sabor más dulce —tu semilla puesta

En el corazón de Adán contrito— que esos

Que su mano, cultivando todas las florestas

Del Edén pudiera haber cobrado, antes de caer

De la inocencia. Ahora, pues, tu oído abre

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