Ana de las Tejas Verdes

Ana volvió bailando a casa, a través de la nieve, alumbrada por la púrpura luz del crepúsculo. Lejos, al sudoeste, sobre las siluetas de los abetos, brillaba la titilante luz perlada de una estrella vespertina en su cielo dorado pálido y rosa etéreo. El tañido de las campanillas de los trineos entre las nevadas colinas llegaba como un sonido élfico por el aire helado, pero esa música no era más dulce que la del corazón de Ana.

- Tiene ante sí a una persona completamente feliz, Marilla – anunció –. Soy totalmente feliz, a pesar de mis cabellos rojos. En estos momentos, tengo un alma por encima de los cabellos rojos. La señora Barry me besó, lloró y dijo que lo sentía mucho y que nunca me lo podría pagar. Me sentí horriblemente embarazada, Marilla, pero le dije lo más gentilmente que pude: “No le guardo rencor, señora Barry. Le aseguro de una vez por todas que no tuve intención de intoxicar a Diana y que, por lo tanto, cubriré el pasado con el manto del olvido”. Ésa fue una forma bastante digna de hablar, ¿no es cierto, Marilla? Diana y yo pasamos una tarde preciosa. Diana me enseñó un lindo tejido de crochet que aprendiera de su tía de Carmody. Ni un alma lo sabe en Avonlea fuera de nosotras y juramos solemnemente no revelárselo a nadie más. Diana me dio una hermosa postal con una guirnalda de rosas y un poema:

Si me amas tanto como yo a ti,

Sólo la muerte nos puede separar.

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