Ana de las Tejas Verdes

Marilla, mientras regresaba a casa un atardecer de abril después de una reunión en la misión, cayó en la cuenta de que el invierno había terminado y sintió el estremecimiento de delicia que trae la primavera tanto a los ancianos y a los tristes como a los jóvenes y a los alegres.

Marilla no era dada al análisis subjetivo de sus ideas y sentimientos. Probablemente imaginaba que estaba pensando en sus problemas y en la alfombra nueva para la sacristía, pero bajo esas reflexiones existía una armoniosa conciencia de campos rojos, cubiertos por neblinas de púrpura pálida bajo el sol poniente, de largas, puntiagudas sombras de pinos extendiéndose sobre la pradera más allá del arroyo; de quietos arces floridos bordeando una laguna cual un espejo; de un despertar del mundo y de un latir de ocultos pulsos bajo la tierra gris. La primavera se desparramaba por el país y el sereno y ya maduro andar de Marilla se hacía más rápido y vivaz a causa de su profunda y prístina alegría.





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