Ana de las Tejas Verdes

La alfombra de terciopelo con rosas y las cortinas de seda que fueron los primeros sueños de Ana nunca habían llegado a materializarse; pero éstos se habían sosegado al crecer y no es probable que lamentara no poseerlas. El suelo estaba cubierto con una bonita estera, y las cortinas que cubrían las altas ventanas agitadas por las errantes brisas, eran de muselina verde pálido. Las paredes, si bien no estaban tapizadas con brocado oro y plata, estaban revestidas de un delicado estampado con flores de manzano y adornadas con unos pocos y buenos cuadros que la señora Allan le regalara. La fotografía de la señorita Stacy ocupaba el sitio de honor y Ana se había impuesto la sentimental ocupación de poner siempre flores frescas en la repisa que se hallaba debajo. Aquella noche perfumaba la habitación la suave fragancia de las lilas. No había “muebles de caoba”, pero sí una biblioteca pintada de blanco, llena de libros; una mecedora de mimbre cubierta con almohadones; un tocador con un tapete de muselina blanca; un primoroso espejo con ribete dorado, rosados cupidos y uvas de color púrpura pintados sobre el arco superior, que había estado en el cuarto de huéspedes, y una cama blanca.




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