Ana de las Tejas Verdes

Pensando esto, la señora Rachel dejó el sendero y entró en el patio trasero de “Tejas Verdes”. Era un jardín muy verde, bien cuidado y ordenado, con grandes sauces a un lado y primorosas casuarinas al otro. No había ni un trozo de madera ni una piedra, pues en caso contrario la señora Rachel las hubiera descubierto. Tenía la opinión de que Marilla Cuthbert barría el jardín tan a menudo como ella su casa. Se podría haber comido algo caído al suelo sin necesidad de quitarle la proverbial mota de polvo.

La señora Rachel llamó cortésmente y entró en cuanto la invitaron a hacerlo. La cocina de

“Tejas Verdes” era un lugar alegre; o lo hubiera sido de no estar tan dolorosamente limpia.

Sus ventanas daban al este y al oeste, sobre el jardín del fondo, entraba la suave luz de junio; pero la del este, desde la que se gozaba de la vista de los capullos blancos de los cerezos del huerto y los abedules esbeltos y cabeceantes de la hondonada del arroyo, estaba reverdecida por una parra. Allí se sentaba, cuando lo hacía, Marilla Cuthbert, siempre ligeramente desconfiada de la luz del sol, que le parecía demasiado danzarina e irresponsable para un mundo destinado a ser tomado en serio; y allí estaba ahora, tejiendo, y la mesa ya se hallaba preparada para la cena.

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