«Ya termina la cosecha, ya se va el verano», sentenció Ana Shirley mientras contemplaba con ojos soñadores los campos segados. Había estado recogiendo manzanas en la huerta de «Tejas Verdes» en compañía de Diana Barry y ahora se hallaban las dos descansando de sus labores en un soleado rincón al que llegaba una brisa todavía templada y llena del aroma de los helechos del Bosque Embrujado.
Pero todo el paisaje anunciaba ya el otoño. El mar bramaba sordamente en la distancia; los campos parecían desnudos y marchitos, salpicados de espigas doradas; el valle del arroyuelo, más allá de «Tejas Verdes», estaba cubierto de ásteres de un etéreo color púrpura y el Lago de las Aguas Refulgentes se había tornado azul… azul… azul; y no era el inconstante azul de la primavera, ni el pálido azulado del verano, sino un azul limpio, inmutable, sereno, como si el agua, tras superar todos los cambios y estados emocionales, hubiera caído en una paz imposible de quebrar con veleidosos sueños.
—Ha sido un hermoso verano —dijo Diana haciendo girar con una sonrisa el nuevo anillo que lucía en su mano izquierda—, y la boda de la señorita Lavendar ha sido un magnífico broche de oro. Supongo que el señor Irving y su esposa estarán a estas horas en las costas del Pacífico.