El naufragio del Titán

La mañana siguiente al arresto de John Rowland, tres reporteros, enviados por sus respectivos redactores, se encontraban en la sala de un tribunal presidido por uno de esos poco madrugadores magistrados mencionados anteriormente. En la antesala de aquel tribunal, harapiento, desfigurado por los porrazos y despeinado tras pasar la noche en un calabozo, estaba Rowland, junto con otros desventurados más o menos culpables de algún delito contra la sociedad. Cuando dijeron su nombre, fue obligado a entrar a empellones y a atravesar una fila de policías —que demostraron su utilidad dándole cada uno un empujón— hasta el banquillo de los acusados, donde un magistrado de gesto adusto y aspecto fatigado lo miró fijamente. Sentados en un rincón de la sala se hallaban el anciano de la víspera, la joven madre con la pequeña Myra sentada en sus rodillas y algunas mujeres más, todos ellos mostrando una gran agitación y, excepto la joven madre, lanzando miradas asesinas a Rowland. La Sra. Selfridge, pálida y con los ojos hundidos, pero feliz, no se dignó a posar los ojos en él.

El agente que había arrestado a Rowland, tras prestar juramento, declaró que había detenido al prisionero en Broadway mientras huía con la niña, cuyo flamante vestido le había llamado la atención.

Se oyeron suspiros de desdén en un rincón, acompañados de comentarios en voz baja: «Qué ocurrencia. Flamantes, ciertamente, las huellas más endebles».

eXTReMe Tracker