El naufragio del Titán

A las doce y cuarto dos hombres avanzaron lentamente desde la oscuridad hasta el extremo del largo puente y gritaron al primer oficial, que acababa de hacerse cargo de la cubierta, los nombres de sus relevos. El oficial retrocedió hasta la cabina del piloto y se los repitió al intendente que estaba en el interior, quien los apuntó en el diario de a bordo. Entonces los hombres desaparecieron para tomar café y atender a sus obligaciones fuera de la guardia. Instantes después, una figura empapada apareció en el puente e informó del relevo en la cofa de vigía.

—¿Rowland, dice? —gritó el oficial en medio del aullido del viento—. ¿Es el mismo al que ayer subieron borracho a bordo?

—Sí, señor.

—¿Y todavía le dura la borrachera?

—Sí, señor.

—Está bien. Contramaestre, ponga a Rowland en la cofa de vigía —dijo el intendente, y, usando las manos a modo de altavoz, rugió—: ¡Allí!

—Sí, señor —fue la respuesta, clara y atronadora en medio de la galerna.

—Mantenga los ojos abiertos y esté atento al menor detalle.

—Muy bien, señor.

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