El naufragio del Titán

CAPÍTULO VI

–¡Rowland! —dijo el robusto contramaestre, mientras los marineros de guardia se reunían en cubierta—, encárguese de vigilar el puente de estribor.

—Ese no es mi sitio, contramaestre —dijo Rowland, sorprendido.

—Órdenes del puente. Suba allá.

Rowland gruñó, como deben hacerlo los marineros cuando son agraviados, y obedeció. El hombre al que relevó dio su nombre y desapareció; el primer oficial se paseó por el puente, le dijo que estuviera atento a la guardia y regresó a su puesto; el silencio y la soledad de una guardia nocturna en el mar, acrecentados por el ruido constante de las máquinas y mitigados tan solo por los lejanos ecos de la música y las risas procedentes del salón, inundaron la proa del barco. El fresco viento del oeste que venía hacia el Titán hacía que la cubierta estuviera prácticamente en calma, y la espesa niebla, aunque iluminada por un cielo brillante y moteado de estrellas, era tan fría que hasta el más locuaz de los pasajeros había huido en busca de luz y vida en el interior.

Cuando sonaron tres campanadas —las nueve y media— y Rowland había respondido con el consiguiente «Sin novedad», el primer oficial dejó su puesto y se acercó a él.

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