Así habló Zaratustra

El niño del espejo[139]

Zaratustra volvió a continuación a las montañas y a la soledad de su caverna y se apartó de los hombres: aguardando como un sembrador que ha lanzado su semilla[140]. Mas su alma se llenó de impaciencia y de deseos de aquellos a quienes amaba: pues aún tenía muchas cosas que darles. Esto es, en efecto, lo más difícil, el cerrar por amor la mano abierta y el conservar el pudor al hacer regalos[141].

Así transcurrieron para el solitario meses y años; mas su sabiduría crecía y le causaba dolores por su abundancia.

Una mañana se despertó antes de la aurora, estuvo meditando largo tiempo en su lecho y dijo por fin a su corazón:

«¿De qué me he asustado tanto en mis sueños, que me he despertado? ¿No se acercó a mí un niño que llevaba un espejo?

“Oh Zaratustra –me dijo el niño–, ¡mírate en el espejo!”.

Y al mirar yo al espejo lancé un grito, y mi corazón quedó aterrado: pues no era a mí a quien veía en él, sino la mueca y la risa burlona de un demonio.

En verdad, demasiado bien comprendo el signo y la advertencia del sueño: ¡mi doctrina está en peligro, la cizaña quiere llamarse trigo![142]

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