Y yo grité de terror ante ese susurro, y la sangre abandonó mi rostro: pero callé.
Entonces algo volvió a hablarme sin voz: «¡Lo sabes, Zaratustra, pero no lo dices!». –
Y yo respondí por fin, como un testarudo: «¡Sí, lo sé, pero no quiero decirlo!».
Entonces algo me habló de nuevo sin voz: «¿No quieres, Zaratustra? ¿Es eso verdad? ¡No te escondas en tu terquedad!». –
Y yo lloré y temblé como un niño, y dije: «¡Ay, lo querría, mas cómo poder! ¡Dispénsame de eso! ¡Está por encima de mis fuerzas!».
Entonces algo me habló de nuevo sin voz: «¡Qué importas tú, Zaratustra! ¡Di tu palabra y hazte pedazos!». –
Y yo respondí: «Ay, ¿es mi palabra? ¿Quién soy yo? Yo estoy aguardando a uno más digno; no soy siquiera digno de hacerme pedazos contra él»[271].
Entonces algo me habló de nuevo sin voz: «¿Qué importas tú? Para mí no eres aún bastante humilde. La humildad tiene la piel más dura de todas». –
Y yo respondí: «¡Qué cosas no ha soportado ya la piel de mi humildad! Yo habito al pie de mi altura: ¿cuál es la altura de mis cimas? Nadie me lo ha dicho todavía. Pero conozco bien mis valles».