¿Vosotros, jueces y sacrificadores, no queréis matar hasta que el animal haya inclinado la cabeza? Mirad, el pálido delincuente ha inclinado la cabeza: en sus ojos habla el gran desprecio.
«Mi yo es algo que debe ser superado: mi yo es para mí el gran desprecio del hombre»: así dicen esos ojos.
El haberse juzgado a sí mismo constituyó su instante supremo: ¡no dejéis que el excelso recaiga en su bajeza!
No hay redención alguna para quien sufre tanto de sí mismo, excepto la muerte rápida.
Vuestro matar, jueces, debe ser compasión y no venganza. ¡Y mientras matáis, cuidad de que vosotros mismos justifiquéis la vida!
No basta con que os reconciliéis con aquel a quien matáis. Vuestra tristeza sea amor al superhombre: ¡así justificáis vuestro seguir viviendo!
«Enemigo» debéis decir, pero no «bellaco»; «enfermo» debéis decir, pero no «bribón»; «tonto» debéis decir, pero no «pecador».
Y tú, rojo juez, si alguna vez dijeses en voz alta todo lo que has hecho con el pensamiento: todo el mundo gritaría: «¡Fuera esa inmundicia y ese gusano venenoso!».