Las memorias de Mama Blanca

Las memorias de Mama Blanca

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MARÍA MOÑITOS

I

Mucho más que en su propia persona, la vanidad de Mamá había fijado su asiento en nuestras seis cabezas. Al decir «cabezas» no incluyo de ningún modo en esta palabra la parte anterior o rostro, sino que me refiero únicamente a aquella parte superior y posterior que en la persona suele estar cubierta de cabellos. Por los rostros, las cosas no anduvieron siempre muy en orden: había naricitas respingadas, ojos que podían haber sido más grandes, pestañas no muy largas y alguna que otra boca medio sin gracia. Pero si se pasa de la frente, lo que venía después era siempre un montón de variadas maravillas. La vanidad de Mamá tenía allí mucho de dónde agarrarse. Había quien llevaba sobre su persona una maraña adorable de seda bronceada; quien tenía la cabeza literalmente cuajada de sortijas brillantes y negras como azabaches; quien parecía un mismo carnerito de oro y a quien le llovía continuamente sobre la nuca, las orejas y la frente una tempestad de crespitos castaños.

Cuando aparecían las visitas y nosotras, como he contado ya por cubrirnos el rostro, presentábamos al público todo el pelo, no realizábamos quizás un acto de cortesía, pero estoy en cambio segurísima de que realizábamos por instinto, en secreto y misterioso acuerdo con Mamá, un acto de sabia presunción.

La gente decía trémula de sincero entusiasmo:


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