La República

—Sin separarnos del camino que hasta aquí hemos seguido —respondí—, creo que encontraremos en nuestro mismo plan recursos para justificarnos. Por lo pronto diremos que no sería una cosa sorprendente que la condición de los recién descritos fuese muy dichosa a pesar de todos estos inconvenientes. Que de todos modos, al formar un Estado, no nos hemos propuesto como fin la felicidad de un cierto orden de ciudadanos, sino la del Estado entero, porque hemos creído deber encontrar la justicia en un Estado gobernado de esta manera y la injusticia en un Estado mal constituido y por medio de este descubrimiento ponernos en posición de decidir la cuestión que es objeto de nuestra polémica. Ahora bien, en este momento nuestra tarea consiste en fundar un gobierno dichoso, a nuestro parecer por lo menos, un Estado en el que la felicidad no sea patrimonio de un pequeño número de particulares, sino común a toda la sociedad. Examinaremos bien pronto la forma de gobierno que se opone a ésta. Si nos ocupáramos en pintar estatuas y alguno nos objetara que no empleábamos los más bellos colores para pintar las más bellas partes del cuerpo, por ejemplo, que no pintábamos los ojos con bermellón, sino con negro, creeríamos responder cumplidamente a este censor diciéndole: no te imagines, hombre sorprendente, que nosotros habíamos de pintar los ojos tan bellos que dejaran de ser ojos, y lo que digo de esta parte del cuerpo debe entenderse de todas las demás, y así lo que debes examinar es si damos a cada parte el color que le conviene, de suerte que resulte un conjunto perfecto. Y ahora te digo a ti otro tanto: no nos obligues a hacer que vaya unida a la condición de nuestros guardianes una felicidad que les haría dejar de ser lo que son. Podríamos, si quisiéramos, vestir a nuestros labradores con mantos señoriales, cargarlos de oro y no hacerles trabajar la tierra sino por placer. Podríamos acostar a los alfareros al pie del horno, cerca de sus ruedas, en reposo, comiendo y bebiendo anchamente, y con la libertad de trabajar cuando quisieran. Podríamos hacer dichosos de la misma manera a todos los de las demás condiciones, para que el Estado entero gozase de una perfecta felicidad; pero no nos des semejante consejo, porque si lo siguiésemos, el labrador cesaría de ser labrador, el alfarero de ser alfarero; cada cual saldría de su condición y no habría ya sociedad. Además, que los otros artesanos se mantengan o no en sus respectivos oficios, no es negocio de gran importancia; que el zapatero sea mal zapatero, que se deje corromper, o que alguno se tenga por zapatero sin serlo, la comunidad no sufrirá por esto un gran daño. Pero si los que están designados para guardar el Estado y las leyes sólo son guardadores en el nombre, ya conoces que conducirán la república a la ruina, porque de ellos es de quienes depende su buena administración y su felicidad. Por consiguiente, si queremos formar buenos guardianes, pongámoslos en la imposibilidad de dañar en lo más mínimo a la comunidad. El que sea de otro dictamen y quiera hacer de ellos labradores o alegres convidados a una fiesta pública, tendrá en cuenta todo lo que se quiera menos la idea de un Estado. Por lo tanto, veamos si nuestro propósito, al establecer los guardianes, es proporcionarles la mayor felicidad posible, o si es más bien el proveer a la felicidad de todo el Estado, y de convencer y precisar a los auxiliares y guardianes, como a todos los demás ciudadanos, a que cumplan lo mejor posible la tarea que les está asígnada; de suerte que cuando el Estado se haya robustecido y esté bien administrado, todos participarán de la felicidad pública, unos más, otros menos, según la naturaleza les procure.

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