Cuentos de amor de locura y de muerte

–No sé –repuso con voz sorda Nébel.

–Es decir… que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí.

–¡No sé! –repitió él, obstinado a su vez.

–¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha figurado? –añadió con voz ya alterada y los labios temblantes–. ¿Quién es él para darse ese tono?

Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su familia.

–¡Qué es, no sé! –repuso con la voz precipitada a su vez–. Pero no sólo se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.

–¿Qué? ¿Que se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para esto!

Nébel se levantó:

–Usted no…

Pero ella se había levantado también.

–¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!… ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!… ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!

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