Cuentos de amor de locura y de muerte

De ella –cuando Nébel la conoció once años atrás–sólo quedaban los ojos, aunque más hundidos, y ya apagados. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto a la elegante mujer que un día hojeó la «Ilustration» a su lado.

–Sí estoy muy envejecida… y enferma, he tenido ya ataques a los riñones… Y usted –añadió mirándolo con ternura–, ¡siempre igual! Verdad es que no tiene treinta años aún… Lidia también está igual.

Nébel levantó los ojos:

–¿Soltera?

–Sí… ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos?

–Con mucho gusto… –murmuró Nébel.

–Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para usted… En fin, Boedo, 1483; departamento 14… Nuestra posición es tan mezquina…

–¡Oh! –protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto.

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