El Corsario Negro

CAPÍTULO VIII

UNA FUGA PRODIGIOSA

Al oír aquel mandato se alzó un clamoreo de terror, no solamente entre la multitud de curiosos, sino también entre los soldados. Sobre todo, los vecinos gritaban a cuello herido; y con razón, pues ya creían verse volando, porque saltando la casa del Notario, con seguridad se derrumbarían las suyas también.

Curiosos y soldados se apresuraron a desalojar la callejuela y ponerse a salvo al extremo de esta y por su parte, los vecinos bajaban como locos las escaleras llevando consigo los objetos más preciosos que poseían. Todos tenían ya la seguridad de que aquel hombre, un loco según algunos, pondría en ejecución la terrible amenaza.

Sólo el Teniente permaneció animosamente en su puesto; pero por la ansiedad de sus miradas se comprendía que si estuviera solo y no llevara las insignias de su grado, seguramente no se habría quedado allí.

—¡No! ¡Deteneos, señor! —gritó—. ¿Estáis loco?

—¿Deseáis algo? —le preguntó el Corsario con su tranquila voz de costumbre.

—¡Os digo que no pongáis en ejecución tan desastrosa amenaza!

—Con mucho gusto, pero siempre que me dejen tranquilo.

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