El Corsario Negro

Su voz metálica y robusta rompió de improviso el fúnebre silencio que reinaba a bordo del buque.

—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Oídme! ¡Juro por Dios, por estas ondas, nuestras fieles compañeras, y por mi alma, que no gozaré de bien alguno sobre la Tierra hasta que haya vengado a mis hermanos, muertos por Wan Guld! ¡Que los rayos incendien mi barco, que me traguen las olas juntamente con vosotros, que los dos corsarios que duermen en los negros abismos de estas aguas del gran golfo me maldigan, que mi alma se condene para siempre si no mato a Wan Guld y no extermino a toda su familia, así como él ha exterminado a la mía! ¡Hombres de mar! ¿Me habéis oído?

—¡Sí! —contestaron los filibusteros, al mismo tiempo que un escalofrío de terror los estremecía.

El Corsario Negro se inclinó sobre la barandilla y, mirando fijamente a las olas luminosas:

—¡Al agua el cadáver! —gritó con voz sombría.

El contramaestre y los tres marineros levantaron la hamaca que contenía el cadáver del Corsario Rojo y le dejaron caer.

El fúnebre bulto se precipitó entre las olas, levantando un gran salto de espumas que semejaba una llama.

Todos los filibusteros estaban inclinados sobre las amuras.

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