El Corsario Negro

CAPÍTULO III

EL PRISIONERO

A una seña del Capitán, Wan Stiller y Carmaux levantaron al prisionero y lo sentaron al pie de un árbol, aun cuando sin desatarle las manos, a pesar de hallarse seguros de que no habría cometido la locura de intentar la fuga.

El Corsario se sentó enfrente, en una enorme raíz que salía del suelo como una serpiente gigantesca, y, por su parte, los dos filibusteros se pusieron de centinela en los extremos de la espesura, pues no tenían completa seguridad de que el prisionero estuviera solo.

—Dime —le dijo el Corsario al cabo de algunos momentos de silencio—. ¿Está todavía expuesto mi hermano?

—Sí —contestó el prisionero—; el Gobernador ha mandado que esté colgado tres días y tres noches.

—¿Crees que será posible robar el cadáver?

—Quizá, puesto que por la noche no hay más que un centinela en la plaza de Granada. Los quince ahorcados ya no pueden escaparse.

—¡Quince! —exclamó el Corsario con voz sombría—. ¿Es decir, que ese feroz Wan Guld no ha respetado a ninguno?

—A nadie.

—¿Y no teme la venganza de los filibusteros de las Tortugas?

—Maracaibo está bien abastecida de tropas y de cañones.

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