El Corsario Negro

Una sonrisa de desprecio plegó los labios del fiero Corsario.

—¿Qué son para nosotros los cañones? —dijo—. ¡Nuestras hachas de abordaje valen bastante más; ya lo habéis visto en el asalto de San Francisco de Campeche, de San Agustín de La Florida y en otros combates!

—Es verdad; pero Wan Guld se considera seguro en Maracaibo.

—¡Ah! ¿Sí? ¡Está bien; ya lo veremos en cuanto yo me presente con el Olonés!

—¡Con el Olonés! —exclamó el español—. ¡Con el más cruel de los piratas!

El Corsario no debió de haberse hecho cargo de las palabras del prisionero, porque prosiguió, cambiando de tono:

—¿Qué es lo que hacías en este bosque?

—Vigilar la playa.

—¿Solo?

—Sí, solo.

—¿Temían quizá alguna sorpresa de nuestra parte?

—No lo niego, pues habían señalado un barco sospechoso que anclaba en el Golfo.

—¿El mío?

—Estando vos aquí, claro es que ese barco debe de ser el vuestro.

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