A distancia como de unos cuarenta pasos de los cazadores se oía mover las hojas con precaución. Carmaux y el catalán escondiéronse apresuradamente detrás del tronco de un gran simaruba.
Las ramas crujían aquí y allá, como si el animal que se acercaba, vacilara acerca del camino que debería seguir; pero no por eso dejaba de avanzar.
De pronto, Carmaux vio abrirse la maleza y saltar en medio de un pequeño espacio descubierto un animal como de medio metro, de pelaje negro y rojizo, de patas cortas y con la cola muy peluda.
Carmaux no sabía qué clase de animal era, ni siquiera si sería comestible, pero al verle quieto como a unos treinta pasos, le apuntó con el fusil e hizo fuego.
El animal cayó; pero volvió en seguida a levantarse con una vivacidad que indicaba que no estaba herido gravemente, y se alejó metiéndose por entre la maleza y las raíces.
—¡Vientres de todos los tiburones del Océano! —exclamó el filibustero—. ¡Le he fallado! ¡Vaya, querido; me parece que no has de poder correr mucho!
Se lanzó hacía donde había desaparecido la alimaña, y sin pararse a volver a cargar el fusil emprendió animosamente su persecución, sin hacer caso del catalán, que iba detrás gritándole:
—¡Cuidado con las raíces!