El Corsario Negro

El animal huía a todo correr, en busca, probablemente, de su madriguera; pero Carmaux le andaba a los alcances con el sable de abordaje en la mano y dispuesto a partirle en dos.

—¡Ah, bergante! —gritaba—. ¡Aunque vayas a esconderte a casa del Demonio, yo he de alcanzarte!

El pobre animal no se detenía; pero perdía fuerzas. Por las manchas de sangre que dejaba sobre las hierbas se colegía que el filibustero le había tocado.

Llegó un momento en que, fatigado por aquella carrera y exhausto de fuerzas por la pérdida de sangre, se detuvo junto al tronco de un árbol. Carmaux creyendo que ya le tenía en la mano, se le echó encima; pero de improviso se sintió sofocado por un olor tan horrible, que cayó de espaldas, como si se hubiera asfixiado repentinamente.

—¡Muerte de todos los tiburones del Océano! —se le oyó gritar—. ¡Que el infierno se lleve a esa carroña! ¡Qué es esto! —Y en seguida prorrumpió en una larga serie de estornudos que le impidieron proseguir sus invectivas.

El catalán corrió en su ayuda para prestarle auxilio; pero al llegar a unos diez pasos de distancia de Carmaux se detuvo, y se tapó las narices con ambas manos.

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