—¡Caramba! —dijo—. ¡Ya gritaba yo que te detuvieses! ¡Vaya, ahora has quedado bien perfumado para una semana! ¡Por mi parte, no tengo ganas de acercarme a ti!
—¡Eh, amigo! —gritó Carmaux—. ¿Tendré la peste? ¡Siento que me pongo malo, como si me marease! ¡Me parece que voy a reventar! ¿Qué es lo que ha sucedido?
—Huye de ese olor insoportable que ha infestado la maleza.
Carmaux se levantó con trabajo y se alejó, procurando dirigirse hada donde estaba el catalán. Este, al ver que iba hacia él, se apresuró a ponerse a cierta distancia.
—¡Mil tiburones! ¿Tienes miedo? —preguntó Carmaux—. ¡Entonces, es que me ha dado el cólera!
—¡No; pero sí me acerco me perfumarás también a mí!
—¿Y cómo voy a arreglarme para volver al campamento? ¡Huirán todos, incluso el Comandante!
—¡Será preciso que te dejes fumigar! —dijo el catalán, que refrenaba la risa con mucho trabajo.
—Pero dime, amigo: ¿qué es lo que ha sucedido? ¿Ha sido aquel animal el que ha soltado este olor a ajos podridos que me revuelve el estómago? ¿Sabes que se me figura que me estalla la cabeza?
—¡Lo creo!