Cuando los filibusteros, aterrados, volvieron los ojos hacia el puente, vieron que el Corsario se doblegaba sobre sí mismo, que se dejaba caer en un montón de cuerdas y que escondía el rostro entre las manos. Entre los gemidos del viento y el fragor de las olas exhalaba a intervalos desgarradores sollozos.
Carmaux se había acercado a Wan Stiller y, señalándole el puente de órdenes, le dijo con voz triste:
—¡Mira, allá arriba: el Corsario Negro llora!