—Por lo visto, has olvidado que el Gobernador de Maracaibo es un zorro viejo y que sería capaz de todo por echarme mano. ¡No ignora que entre él y yo se ha empeñado una guerra a muerte!
—¡Aquí nadie sabe quién sois!
—Podría sospecharse. Y además, ¿te has olvidado de los vascos? ¡Nadie me quita de la cabeza que han sabido que el matador de aquel Conde bravucón es el hermano del pobre Corsario Rojo y del Corsario Verde!
—Puede ser que estéis en lo cierto, señor. ¿Creéis que Morgan nos enviará socorros?
—¡Mi segundo no es capaz de abandonar a su Comandante en manos de los españoles! Es un valiente, y no me sorprendería que intentase forzar el paso para lanzar sobre la ciudad una tempestad de balas.
—¡Eso sería una locura que podría costarle cara, señor!
—¡Cuántas no hemos cometido nosotros, y siempre, casi siempre con buen éxito!
—¡Es verdad!
El Corsario se sentó, tomó unos sorbos de un vaso de vino, y en seguida volvió a levantarse y se dirigió hacia una ventana desde la cual se veía toda la callejuela.
Hacía como media hora que se había puesto allí en observación, cuando Carmaux le vio entrar precipitadamente.