LA MUERTE DE PANDARAS
Pasaron dos minutos de angustiosa expectativa.
Aquel grito no tuvo repeticiĂłn; reinaba el más profundo silencio en la selva. Hasta las palomas, los faisanes, los calaos de mandĂbulas de sierra y los papagayos, eternos parlanchines, habĂan suspendido arrullos, gorjeos y cánticos, como si los hubiera asustado, lo mismo que a los hombres, aquella imprevista señal de alarma, o lo que fuere.
Los cuatro fugitivos, inmóviles tras el inmenso tronco del alcanforero y con las carabinas preparadas para hacer fuego, espiaban los alrededores, tratando de penetrar con los ojos a través de las inmensas hojas de los plátanos, beteles y sagúes.
—¡No podemos permanecer aquà quietos como estatuas! —dijo Hong—. ¡Sea lo que fuere lo que haya de suceder, busquemos al autor de aquel grito que me pareció una señal!
—¿Salió de por acá? —preguntó Than-Kiu.
—Lo ignoro; por más que me desojo, no veo hombres ni animales por ninguna parte.
—¿No habrá querido asustarnos algún salvaje?
—Es posible; y por eso quiero salir de aquà antes de que se reúna con sus compañeros para atacarnos.