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CAPĂŤTULO IV

LA CAZA DE LOS FUGITIVOS

Hong, la joven y sus dos fieles compañeros salieron a la calle, donde les aguardaban, revólver en mano, los ocho afiliados del Lirio de Agua, que volvieron apresurados, después de empujar la chalupa, con los dos guardias. Iban a marchar juntos hacia los barrios interiores de Binondo, donde sabían que encontrarían amigos fieles y refugio seguro, cuando vieron avanzar una patrulla de guardias voluntarios, que atravesaba ya el puente del Passig, atraída por los gritos de los tripulantes de la barca y por los a risos de varios españoles que contemplaran desde lejos el lazo en que había caído la pareja del Orden público.

—¡Muerte de Confucio! —blasfemó Hong al verles—. Vamos a ser cogidos.

—Huye con Than-Kiu —le dijeron los hombres armando los revólveres—. Nosotros protegeremos la retirada.

—Vamos a refugiarnos en casa de Thuang. Allí os aguardaremos.

Cogió a la joven con sus robustos brazos, cual si fuera una niña, y se lanzó por una callejuela estrecha, seguido de Pram-Li y Sheu-Kin, y más lejos de los ocho amigos. Los voluntarios, viéndoles huir, tomándolos por ladrones, o quizá por insurrectos recién desembarcados de algún parao, redoblaron su carrera, gritando amenazadores:

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