Los Tigres de Mompracem

Ante el silencio de su amigo, Yáñez se dirigió hacia una puerta escondida tras una tapicería.

—Buenas noches, hermanito —dijo.

Al oír estas palabras, Sandokán se estremeció y detuvo con un gesto al portugués.

—Quiero ir a Labuán, Yáñez.

—¡A Labuán, tú!

—¿Por qué te sorprendes?

—Porque es una locura ir a la madriguera de tus enemigos más encarnizados. ¡No tientes a la fortuna! Los ingleses no esperan otra cosa que tu muerte para arrojarse sobre tus tigrecitos y destruirlos.

—¡Pero antes encontrarán al Tigre! —exclamó Sandokán, temblando de ira.

—Sí, pero nuevos enemigos se arrojarán contra ti. Caerán muchos leones ingleses, pero también morirá el Tigre.

Sandokán dio un salto hacia adelante con los labios contraídos por el furor y los ojos inflamados, pero todo fue un relámpago. Se sentó ante la mesa, bebió de un sorbo un vaso colmado de licor, y dijo con voz perfectamente tranquila:

—Tienes razón, Yáñez. Sin embargo, mañana iré a Labuán. Una voz me dice que he de ver a la muchacha de los cabellos de oro. Y ahora, ¡a dormir, hermanito!

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