Los Tigres de Mompracem

II. Ferocidad y generosidad

A la mañana siguiente, y antes que saliera el sol, Sandokán se alejó de la vivienda dispuesto a realizar el atrevido proyecto que imaginara.

Iba vestido con traje de guerra; calzaba altas botas de cuero rojo; llevaba una magnífica casaca de terciopelo, también rojo, y anchos pantalones de seda azul. En bandolera portaba una carabina india de cañón largo; a la cintura, una pesada cimitarra con la empuñadura de oro macizo, y atravesado en la franja, un kriss, puñal de hoja ondulada y envenenada, arma favorita de los pueblos malayos.

Se detuvo un momento en el borde de la alta roca, recorrió con su mirada de águila la superficie del mar, y la detuvo en dirección del Oriente.

—¡Destino que me empujas hacia allá —dijo al cabo de algunos instantes de contemplación—, dime si esa mujer de ojos azules y cabellos de oro que todas las noches viene a turbar mi sueño será mi perdición! Lentamente descendió por una estrecha escalera abierta en la roca que conducía a la playa. Abajo lo esperaba Yáñez.

—Todo está dispuesto —dijo éste—. Mandé preparar los dos mejores barcos de nuestra flota.

—¿Y los hombres?

—En la playa están con sus respectivos jefes. No tendrás más que escoger los mejores.

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