Los Tigres de Mompracem

—Embárcalos en aquellos dos paraos, y cédele la mitad a Giro Batol, el javanés.

El malayo se alejó rápidamente, volviendo junto a su banda, compuesta de hombres valientes hasta la locura, y que a una simple señal de Sandokán no hubieran dudado en saquear el sepulcro de Mahoma, a pesar de ser todos mahometanos.

—Ven, Yáñez —dijo Sandokán en cuanto los vio embarcados.

Pero en ese momento los alcanzó un feísimo negro, uno de esos horribles negritos que se encuentran en el interior de casi todas las islas de ¡a Malasia.

—Vengo de la costa meridional, jefe blanco —dijo el negrito a Yáñez—. He visto un gran junco que va hacia las islas Romades.

—¿Iba cargado?

—Sí, Tigre.

—Está bien, dentro de tres horas caerá en mi poder.

—¿Después irás a Labuán?

—Directamente, Yáñez.

—¡Adiós, Sandokán, que te guarde tu buena estrella!

—No temas, seré prudente.

Sandokán saltó al barco. De la playa se elevó un entusiasta grito:

—¡Viva el Tigre de la Malasia!

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