La misión del portugués era, sin duda alguna, de las más arriesgadas y audaces que habÃa afrontado en toda su vida. Sin embargo, el pirata se disponÃa a jugar tan peligrosa carta confiado en su sangre frÃa y, sobre todo, en su buena estrella, que nunca se habÃa cansado de protegerlo.
Se acomodó en la silla, se atusó el bigote para dar más arrogancia a su rostro, se colocó el casco, espoleó el caballo y lo lanzó al galope.
Al cabo de dos horas llegaba a la quinta de lord James.
—¿Quién vive? —preguntó un soldado escondido detrás de un tronco.
—¡Eh, jovencito, baja el fusil, mira que no soy un tigre ni una babirusa! —dijo el portugués, conteniendo el caballo—. ¿No ves que soy tu superior?
—Perdone, pero tengo orden de no dejar entrar a nadie sin saber de parte de quién viene.
—¡Animal! Vengo de parte del baronet William Rosenthal con un mensaje para el lord.
—Pase.
Seis soldados lo rodearon fusil en mano.
—¿Dónde está el lord? —les preguntó.
—En su escritorio.
—Llévenme allÃ.
—¿Viene de Victoria?
—Precisamente.