La noche era magnÃfica. La luna brillaba en un cielo sin nubes. Todo era silencio; todo era misterio y paz.
El parao habÃa salido de la boca del riachuelo, huyendo con rapidez hacia occidente, y dejaba atrás la isla de Labuán, que apenas se distinguÃa entre las sombras.
Sandokán consolaba a Mariana estrechándola contra su pecho.
—No llores, amor mÃo —le decÃa—, yo te haré feliz. Nos iremos lejos de estas islas, enterraremos el pasado y jamás volveremos a oÃr hablar de mis piratas ni de Mompracem. Mi gloria, mi poderÃo, mis sangrientas venganzas, mi temido nombre, todo lo olvidaré por ti. Refrenaré los Ãmpetus de mi salvaje naturaleza, abandonaré el mar del que me creÃa el amo. Te daré una nueva isla, más alegre, porque te amo.
—¡Yo también te amo, Sandokán, como nunca mujer alguna amó sobre la tierra!
—¡Ay de quien pretenda hacerte daño! —exclamó el pirata—. Mañana estaremos seguros en mi inaccesible roca, donde nadie tendrá el atrevimiento de atacarnos, y después, cuando haya desaparecido todo peligro, iremos donde tú quieras, mi amor.
Mariana dejó escapar un profundo suspiro, que casi parecÃa un gemido. En ese instante se escuchó la voz de Yáñez que decÃa: