Los Tigres de Mompracem

—¡Hermano, el enemigo nos persigue!

El pirata se volvió y se encontró frente a Yáñez que le señalaba un punto luminoso que corría sobre el mar. Era un crucero que se acercaba a toda velocidad; el viento llevaba hasta el parao el ritmo de las ruedas que batían las olas.

—¡Ven, ven, maldito! —exclamó Sandokán desafiándolo con la cimitarra, mientras con el otro brazo sostenía a Mariana como para protegerla—. ¡Ven a medirte con el Tigre!

Miró por unos segundos al crucero, que forzaba la máquina, y después condujo a Mariana a su camarote. Aquí no te alcanzarán los tiros —le dijo—, las bandas de hierro que cubren la popa de mi barco bastan para rechazar las balas.

—¿Y tú, Sandokán?

Yo vuelvo al puente a dirigir la batalla si nos ataca el crucero. A la primera descarga lanzaré entre 'sus ruedas una granada que lo detendrá para siempre.

—¡Tiemblo por ti!

—La muerte le teme al Tigre de la Malasia —respondió él.

—Yo rezaré por ti, Sandokán.

El pirata la miró con ternura y besó sus manos.

—¡Y ahora —dijo en tono fiero—, vamos a vemos las caras, barco maldito, que vienes a turbar mi felicidad!

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