Así que se marchó el teniente, Sandokán se sentó en el último peldaño de la escalera y se sumergió en profundos pensamientos.
Inioko se acurrucó a breve distancia y no se atrevía a interrogarlo acerca de sus proyectos.
De pronto, volvió a levantarse la escotilla. Entró Mariana, pálida y llorosa, acompañada del teniente.
Sandokán estrechó las manos de la joven.
—¡Amor mío! —exclamó, llevándola a la parte opuesta de la bodega, mientras el teniente se sentaba en medio de la escala—. ¡Por fin puedo verte!
—¡Sandokán —murmuró ella, estallando en sollozos—, creí que no volvería a verte!
—¡No llores, Mariana, te lo suplico!
—¡No quiero que mueras! ¡Yo te defenderé contra todos, yo te liberaré!
—¿No sabes que me llevan a Labuán para matarme? Pero tú puedes salvarme, si me ayudas.
—¿Podrás huir? —exclamó ella, delirante de alegría.
—¡Sí, si Dios me protege! Escúchame —dijo bajando la voz y llevándola lo más lejos posible—. Pienso fugarme, pero tú no puedes venir conmigo ahora. Es preciso que me ayudes a escapar, pero te juro que no estarás mucho tiempo entre tus compatriotas, aunque tenga que levantar un ejército y dirigirlo contra Labuán.