Los Tigres de Mompracem

XXIX. La fuga

Así que se marchó el teniente, Sandokán se sentó en el último peldaño de la escalera y se sumergió en profundos pensamientos.

Inioko se acurrucó a breve distancia y no se atrevía a interrogarlo acerca de sus proyectos.

De pronto, volvió a levantarse la escotilla. Entró Mariana, pálida y llorosa, acompañada del teniente.

Sandokán estrechó las manos de la joven.

—¡Amor mío! —exclamó, llevándola a la parte opuesta de la bodega, mientras el teniente se sentaba en medio de la escala—. ¡Por fin puedo verte!

—¡Sandokán —murmuró ella, estallando en sollozos—, creí que no volvería a verte!

—¡No llores, Mariana, te lo suplico!

—¡No quiero que mueras! ¡Yo te defenderé contra todos, yo te liberaré!

—¿No sabes que me llevan a Labuán para matarme? Pero tú puedes salvarme, si me ayudas.

—¿Podrás huir? —exclamó ella, delirante de alegría.

—¡Sí, si Dios me protege! Escúchame —dijo bajando la voz y llevándola lo más lejos posible—. Pienso fugarme, pero tú no puedes venir conmigo ahora. Es preciso que me ayudes a escapar, pero te juro que no estarás mucho tiempo entre tus compatriotas, aunque tenga que levantar un ejército y dirigirlo contra Labuán.

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