Los Tigres de Mompracem

La lucha continuaba en el puente del barco, y los gritos resonaban más fuertes que nunca.

Mariana había caído de rodillas, y Yáñez se ocupaba de retirar el armario.

De súbito se oyó gritar algunas voces:

—¡Fuego! Sálvese quien pueda!

El portugués palideció.

—¡Trueno de Dios! —exclamó.

Haciendo un esfuerzo desesperado derribó la barricada, cortó con la cimitarra las ligaduras que sujetaban al comandante, cogió a Mariana en sus brazos, salió corriendo y subió a cubierta con la cimitarra entre los dientes.

La batalla estaba por concluir. El Tigre atacaba con furia el castillo de proa, en el cual se habían atrincherado unos cuarenta ingleses.

—¡Fuego! —gritó Yáñez.

Al oír este grito los ingleses, que ya se veían perdidos, saltaron en revuelto montón al mar. Sandokán se volvió hacia Yáñez, derribando con ímpetu a los hombres que lo rodeaban.

—¡Mariana! —exclamó, tomando en sus brazos a la joven—. ¡Mía, por fin!

—¡Sí, por fin, y esta vez para siempre!

En ese momento se oyó un cañonazo en alta mar. Sandokán lanzó un rugido.

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