Los Tigres de Mompracem

—¡El lord! ¡Todo el mundo a bordo de los paraos! Sandokán, Mariana, Yáñez y los piratas abandonaron el buque y se embarcaron en los paraos, llevándose a los heridos.

En un abrir y cerrar de ojos se desplegaron las velas y los tres paraos salieron de la bahía dirigiéndose hacia alta mar.

Sandokán llevó a Mariana a proa, y con la punta de la cimitarra le mostró un pequeño bergantín que navegaba a una distancia de setecientos pasos en dirección de la bahía.

Apoyado en el bauprés, se distinguía la figura de un hombre.

—¿Lo ves, Mariana? —preguntó Sandokán.

—¡Mi tío! —balbució ella.

—¡Míralo por última vez!

—¡Ah, Sandokán!

—¡Trueno de Dios! ¡Él! —exclamó Yáñez.

Cogió la carabina de un malayo y apuntó al lord. Pero Sandokán le desvió el arma.

—¡Para mí es sagrado! —dijo en tono sombrío.

El bergantín avanzaba con rapidez, pero ya era tarde; el viento empujaba velozmente a los paraos hacia el Este. —¡Fuego sobre esos miserables! —se oyó gritar al lord.

Sonó un cañonazo y la bala derribó la bandera de la piratería, que Yáñez acababa de desplegar.

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