El rostro de Sandokán se oscureció.
—¡Adiós, piratería! ¡Adiós, Tigre de la Malasia! —exclamó.
De pronto se separó de Mariana y se inclinó sobre el cañón de proa. El bergantín disparaba furiosamente verdaderas nubes de metralla. Sandokán no se movía. Súbitamente se levantó y aplicó la mecha. El cañón se inflamó y un instante después el palo trinquete del bergantín, agujereado en su base, caía al mar, aplastando la amura.
—¡Sígueme ahora! —gritó Sandokán.
El bergantín se detuvo, pero seguía disparando. Sandokán tomó a Mariana, la llevó a popa, y mostrándosela al lord, gritó:
—¡Mira a mi mujer!
Luego retrocedió, con los ojos torvos, los labios apretados y los puños cerrados.
—¡Yáñez, pon la proa a Java! —murmuró.
Y aquel hombre que no había llorado en su vida, prorrumpió en sollozos, diciendo:
—¡El Tigre ha muerto!