Los Tigres de Mompracem

—Querida sobrina —dijo el lord—, ¿vas a enamorar también a nuestro príncipe?

—¡De eso estoy convencido! —exclamó Sandokán—. Y cuando salga de esta casa para volver a mi lejana tierra, diré a mis compatriotas que una joven de rostro blanco ha conmovido el corazón de un hombre que creía tenerlo invulnerable.

La conversación continuó luego acerca de la patria de Sandokán y de Labuán. Así que se hizo noche, el lord y su sobrina se retiraron.

Cuando el pirata quedó solo estuvo largo rato inmóvil, con los ojos fijos en la puerta por donde había salido Mariana. Parecía sumido en profundos pensamientos e invadido de una emoción vivísima.

Así permaneció algunos minutos, con el rostro alterado, la frente perlada por el sudor, hundidas las manos en los espesos cabellos hasta que por fin aquellos labios que no querían abrirse, pronunciaron un nombre:

—¡Mariana!

El pirata no pudo refrenarse más.

—¡Maldición! —exclamó con rabia, retorciéndose la manos—. ¡Siento que me vuelvo loco, siento que... la amo!

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