Los Tigres de Mompracem

Cuando ella cantaba las dulces canciones de su país natal, él no era ya más el pirata sanguinario. Conteniendo la respiración, bañado en sudor, escuchaba como en un ensueño, y al morir la nota final de la mandolina, permanecía con los ojos fijos en la joven, olvidado de Mompracem, de sus tigrecitos, y de sus batallas.

Los días pasaron rápidamente y la curación, ayudada por el amor que le devoraba la sangre, marchaba a toda prisa.

Un día el lord encontró al pirata en pie y dispuesto para salir.

—¡Cuánto me alegro de verlo así, amigo mío! —dijo.

—Me siento tan fuerte que lucharía con un tigre —contestó Sandokán.

—Entonces lo pondré a prueba. He invitado a algunos amigos a cazar un tigre que ronda a menudo los muros de mi parque, y ya que está sano, daremos la batida mañana por la mañana.

—Seré de la partida, milord.

—Bien. Además, creo que será usted mi huésped durante algún tiempo más.

—Debo marcharme pronto, milord; me llaman asuntos graves.

—Para los negocios siempre hay tiempo. No lo dejaré marchar antes de algunos meses. Deme su palabra de que se quedará.

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