Ivanhoe

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—¡No, no! ¡Por el cielo! —dijo Isaac—. Desgraciada fue la hora en que fuera quien fuera te reveló mi secreto.

—Nada tienes que temer de mí —dijo el forajido—. Espero que tu nota produzca el efecto deseado y sea depositada la suma estipulada en él. Pero ¿qué sucede ahora? Isaac, ¿estás muerto o atontado? ¿El pago de mil coronas ha bastado para sacarte de la mente el peligro que corre tu hija?

El judío se puso en pie de un salto.

—No, Diccon, no. Parto ahora mismo. Me despido de ti, a quien no puedo llamar bueno ni tampoco puedo llamar malo.

Sin embargo, antes de que el judío se fuera, el capitán de los bandidos le dio todavía otro consejo:

—Sé liberal en tus ofertas, Isaac, y no te duela abrir tu bolsa por la salvación de tu hija. Escúchame y piensa que el oro que ahorrarías te hubiera llegado a producir tanto dolor como si te lo derramaran fundido en la garganta.

Isaac asintió con un profundo gemido y emprendió su camino, acompañado por dos fornidos monteros, destinados a guiarle y defenderle por el bosque.


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