Hamlet

GUILLERMO.— Al momento dispondremos nuestra marcha. El más santo y religioso temor es aquel que procura la existencia de tantos individuos, cuya vida pende de Vuestra Majestad.

RICARDO.— Si es obligación en un particular defender su vida de toda ofensa, por medio de la fuerza y el arte, ¿cuánto más lo será conservar aquella en quien estriba la felicidad pública? Cuando llega a faltar el Monarca, no muere él solo, sino que, a manera de un torrente precipitado, arrebata consigo cuanto le rodea. Como una gran rueda colocada en la cima del más alto monte, a cuyos enormes rayos están asidas innumerables piezas menores, que si llega a caer, no hay ninguna de ellas, por más pequeña que sea, que no padezca igualmente en el total destrozo. Nunca el soberano exhala un suspiro sin excitar en su nación general lamento.

CLAUDIO.— Yo os ruego que os prevengáis sin dilación para el viaje. Quiero encadenar este temor que ahora camina demasiado libre.

LOS DOS.— Vamos a obedeceros con la mayor prontitud.

Escena XXI

Claudio, Polonio.

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