ENRIQUE.— ¿Con qué lo diré en esos términos?
HAMLET.— Esta es la substancia; después lo podéis adornar con todas las flores de vuestro ingenio.
ENRIQUE.— Señor, recomiendo nuevamente mis respetos a vuestra grandeza.
HAMLET.— Siempre vuestro, siempre.
Hamlet, Horacio.
HAMLET.— Él hace muy bien de recomendarse a sí mismo, porque si no, dudo mucho que nadie lo hiciese por él.
HORACIO.— Este me parece un vencejo que empezó a volar y chillar, con el cascarón pegado a las plumas.
HAMLET.— Sí, y aun antes de mamar hacía ya cumplimientos a la teta. Éste es uno de los muchos que en nuestra corrompida edad son estimados únicamente porque saben acomodarse al gusto del día, con esa exterioridad halagüeña y obsequiosa… y con ella tal vez suelen sorprender el aprecio de los hombres prudentes, pero se parecen demasiado a la espuma, que por más que hierva y abulte, al dar un soplo se reconoce lo que es: todas las ampollas huecas se deshacen, y no queda nada en el vaso.
Hamlet, Horacio, un Caballero.