La fierecilla domada

¡Ea, ea! Desarruga esa frente colérica y amenazadora y aparta de tus ojos esas aceradas minadas de desdén que hieren a tu señor, a tu rey, a tu amo. Ese aire díscolo empaña tu hermosura lo mismo que las heladas marchitan los prados. Quebrantan asimismo tu buen renombre cual las borrascas arrancan los brotes primaverales ya en flor: lo que no es en modo alguno no conveniente ni amable. Una mujer colérica es como un manantial removido cenagoso, feo, turbio, desprovisto de toda belleza. Y mientras está de tal modo, nadie hay, por sediento que se halle, por deseoso de beber que se encuentre, que quiera remojar en él sus labios ni beben una sola gota. Tu marido es tu señor, tu vida, tu guardián, tu jefe, tu soberano. El que cuida de ti y quien, porque nada te falte, somete su cuerpo a penosos trabajos en tierra o mar; vigilando de noche mientras sopla la tempestad; de día, bajo el frío; mientras que tú, en el hogar, duermes a su calor tranquila y segura. Por todo ello, cuanto te pide como tributo de amor es una cara alegre y sincera obediencia. Lo que es pagar levemente deuda tan grande. El homenaje que el súbdito debe a su príncipe es la sumisión que la mujer debe a su marido. Y cuando es indócil, malhumorada, terca, áspera; cuando no obedece cuanto de honrado la manda, ¿qué es sino una mujer mala y rebelde, culpable de indigna traición hacia su abnegado señor? Vergüenza me da pensar que haya mujeres tan necias como para declaran la guerra a aquellos a los que deberían pedir la paz de rodillas. Vergüenza de que reclamen el gobierno, el poder, la supremacía, cuando su deben es servir, amar y obedecer. ¿Por qué, si no, tenemos el cuerpo delicado, frágil, tierno, impropio para la fatiga y trabajos de este mundo, si no es para que nuestro corazón y nuestras amables cualidades estén en armonía con nuestra naturaleza material? ¡Ea, ea, gusanillos de tierra insolentes y débiles! Yo he tenido también, como vosotras, el carácter altanero, el corazón orgulloso, el ánimo áspero y presto a devolver regaño por regaño, amenaza por amenaza. No obstante, bien veo ahora que nuestras lanzas son cañas y nuestras fuerzas briznas de paja. Y que no hay debilidad semejante a la de buscar antes que nada lo que menos nos conviene. Abatid, pues, vuestra altanería, que para nada sirve, y poned vuestras manos, en signo de obediencia, a los pies de vuestros maridos. Si mi marido lo quiere, las mías dispuestas están a rendirle este homenaje…

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