Heidi

La señorita Rottenmeier tiene un día agitado.

A la mañana siguiente, cuando Heidi despertó, no recordaba nada de lo que había pasado y no comprendía lo que veía a su alrededor. Se restregó enérgicamente los ojos, volvió a mirar y vio las mismas cosas que viera antes. Se encontraba en un gran lecho blanco en medio de una vasta habitación. En las ventanas colgaban largas cortinas, también blancas, que dejaban filtrar la luz. Muy cerca de ellas había dos butacas tapizadas con telas floreadas; la misma tela cubría un sofá junto a la pared. Ante él se hallaba una mesa redonda y, en una esquina, un tocador lleno de objetos que Heidi no había visto jamás. Entonces, de pronto, recordó que estaba en Frankfurt. Todos los acontecimientos del día anterior acudieron inmediatamente a su memoria, y al mismo tiempo, las instrucciones de la dama; las que había podido oír antes de dormirse. Heidi saltó del lecho y se vistió. Después corrió de una ventana a otra; tenía que ver el cielo y el exterior, pues se sentía como enjaulada tras aquellas grandes cortinas. No pudiendo abrirlas, se deslizó detrás de ellas para llegar a una de las ventanas; pero era tan alta que difícilmente alcanzaba a asomar la cabeza. Lo poco que veía no era, evidentemente lo que deseaba ver. Cambió de ventana un par de veces y luego volvió a la primera, pero siempre veía lo mismo: paredes, ventanas y más paredes. Una viva inquietud la asaltó. Era todavía muy temprano. Heidi estaba acostumbrada a levantarse con la aurora en la montaña y asomarse a la puerta de la cabaña para ver qué día hacía fuera —si el cielo estaba azul, si el sol había salido ya, si los abetos susurraban— y para comprobar si las florecillas se habían abierto ya. Como un pajarillo que se viera por primera vez encerrado en una bella jaula de oro y que volara de aquí para allá buscando la salida para lanzarse al aire libre, Heidi iba de una ventana a otra, intentando abrirlas. Tenía que haber algo más que paredes y ventanas afuera, la hierba verde por ejemplo, o las últimas nieves que se derretían en las pendientes de las montañas, todo aquello que tanto echaba de menos. Por mucho que tirara, golpeara y tratara de colocar los dedos debajo de los marcos para hacer fuerza, las ventanas seguían cerradas a cal y a canto. En fin, cuando vio que todos sus esfuerzos eran inútiles, renunció a su plan y se puso a pensar cómo podría salir de la casa y encontrar el prado, pues recordaba que al llegar a la casa el día anterior no había pisado más que adoquines.

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