Heidi

El señor Sesemann, que había escuchado a su amigo en silencio y con un gesto de triste resignación, levantó de pronto la cabeza y exclamó:

—Dime, por lo menos, y con absoluta sinceridad: ¿conservas tú, realmente, alguna esperanza en un cambio de su estado?

El doctor alzó los hombros.

—Poca —respondió en voz baja—. Pero, querido amigo, ¡fíjate un poco en mi caso y compáralo con el tuyo! ¿No tienes tú una hija que te quiere, que lamenta tu ausencia y que se alegra cuando regresas? Tú, cuando entras en tu casa, nunca la encuentras vacía y nunca tienes que sentarte solo a la mesa. Y tu hija también tiene motivos para ser feliz; es verdad que está privada de muchas cosas de las que disfrutan otras niñas, pero ¡en cuántos sentidos goza de privilegios que otras no tienen! No, Sesemann, ninguno de los dos podéis quejaros, porque os hacéis compañía y habéis de consideraros dichosos. ¡Acuérdate de mi casa solitaria!

El señor Sesemann habíase levantado y paseábase por la estancia a grandes pasos, costumbre inveterada en él cuando se hallaba muy preocupado. De pronto se detuvo frente a su amigo y dándole una palmada en el hombro le dijo:

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