Heidi

Una visita a los Alpes.

La aurora coloreaba las montañas; el viento fresco de la madrugada, pasando a través de las copas de los abetos centenarios, mecía sus ramas fuertemente de un lado a otro. Heidi abrió los ojos. Aquel rumor la había despertado. El susurro de los abetos llegaba siempre a lo más hondo de su ser y la impelía con fuerza irresistible hacia ellos. Saltó del lecho y, aunque por su gusto lo hubiera dejado todo por salir en el acto, se vistió con esmero, pues había aprendido que el orden y la limpieza eran imprescindibles.

Una vez arreglada, bajó la escalera de mano. El lecho del abuelo ya estaba vacío y Heidi se precipitó al exterior. Allí, frente a la cabaña, como todos los días, vio al anciano ocupado en examinar detenidamente el cielo para ver cómo se presentaba el tiempo.

Algunas nubecillas rosadas atravesaban el firmamento, que aparecía cada vez más azul; el sol surgía por detrás de las altas rocas desparramando raudales de oro sobre las cumbres y los campos.

—¡Oh, qué bermoso es esto! ¡Buenos días, abuelito! —exclamó Heidi brincando de alegría.

—¿Qué, también tú has abierto los ojos? ¡Y cómo te brillan! —repuso el abuelo, dando la mano a su nietecita en señal de saludo mañanero.

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