Ana Karenina

Cuando Basilio se acercó, Levin le ordenó que sacase el caballo del sembrado.

–No hace ningún daño, señor. La semilla brotará igualmente ––dijo Basilio.

–Hazme el favor de no replicar y obedece a lo que te digo –repuso Levin.

–Bien, señor –contestó Basilio, tomando el caballo por la cabeza–. ¡Hay una siembra de primera! –dijo, adulador–. Pero no se puede andar por el campo. Parece que lleva uno un pud de tierra en cada pie.

–¿Por qué no está cribada la tierra? –preguntó Levin

–Lo está, lo hacemos sin la criba –contestó Basilio–. Cogemos las semillas y deshacemos la tierra con las manos.

Basilio no tenía la culpa de que le dieran la tierra sin cribar, pero el hecho indignaba a Levin.

En esta ocasión Levin puso en práctica un procedimiento que había ya empleado más de una vez con eficacia, a fin de ahogar en él todo disgusto y convertir en agradable lo ingrato. Viendo a Michka, que avanzaba arrastrando enormes masas de barro en cada pie, se apeó, cogió la sembradora de manos de Basilio y se dispuso a sembrar.

–¿Dónde te has parado? –preguntó a Basilio.

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