Las aventuras de Tom Sawyer

Junto a Joe estaba su cuchillo, con la hoja partida. La gran viga que servía de base a la puerta había sido cortada poco a poco, astilla por astilla, con infinito trabajo: trabajo que, además, era inútil, pues la roca formaba un umbral por fuera y sobre aquel durísimo material la herramienta no había producido efecto; el único daño había sido para el propio cuchillo. Pero aunque no hubiera habido el obstáculo de la piedra, el trabajo también hubiera sido inútil, pues aun cortada la viga por completo Joe no hubiera podido hacer pasar su cuerpo por debajo de la puerta, y él lo sabía de antemano. Había estado, pues, desgastando con el cuchillo únicamente por hacer algo; para no sentir pasar el tiempo, para dar empleo a sus facultades impotentes y enloquecidas. Siempre se encontraban algunos cabos de vela clavados en los intersticios de la roca que formaba este vestíbulo, dejados allí por los excursionistas; pero no se veía ninguno. El prisionero los había buscado para comérselos. También había logrado cazar algunos murciélagos, y los había devorado sin dejar más que las uñas. El desventurado había muerto de hambre. Allí cerca se había ido elevando lentamente desde el suelo, durante siglos y siglos, una estalagmita construida por la gota de agua que caía de una estalactita en lo alto. El prisionero había roto la estalagmita y sobre el muñón había colocado un canto en el cual había tallado una ligera oquedad para recibir la preciosa gota, que cala cada veinte minutos, con la precisión desesperante de un mecanismo de relojería: una cucharadita cada veinticuatro horas. Aquella gota estaba cayendo cuando las pirámides de Egipto eran nuevas, cuando cayó Troya, cuando se pusieron los cimientos de Roma, cuando Cristo fue crucificado, cuando el Conquistador creó el imperio británico, cuando Colón se hizo a la vela. Está cayendo ahora; caerá todavía, cuando todas esas cosas se hayan desvanecido en las lejanías de la historia y en la penumbra de la tradición y se hayan perdido para siempre en la densa noche del olvido. ¿Tienen todas las cosas una finalidad y una misión? ¿Ha estado esta gota cayendo pacientemente cinco mil años para estar preparada a satisfacer la necesidad de este efímero insecto humano, y tiene algún otro importante fin que llenar dentro de diez mil años? No importa. Hace ya muchos que el desdichado mestizo ahuecó la piedra para recoger las gotas inapreciables; pero aun hoy día nada atrae y fascina los ojos del turista como la trágica piedra y el pausado gotear del agua, cuando va a contemplar las maravillas de la cueva de McDougal. «La copa de Joe el Indio» ocupa el primer lugar en la lista de las curiosidades de la caverna. Ni siquiera el «Palacio de Aladino» puede competir con ella.

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