Las aventuras de Tom Sawyer

—No os preocupéis; lo veréis en cuanto lleguemos a casa de la viuda.

Huck dijo, con cierta escama, porque estaba de antiguo acostumbrado a falsas acusaciones:

—Míster Jones, no hemos estado haciendo nada.

El galés se echó a reír.

—De eso no sé nada, Huck. Yo no sé nada. ¿No estáis la viuda y tú en buenos términos?

—Sí. Al menos ella ha sido buena conmigo.

—Pues entonces, ¿qué tienes que temer?

Esta pregunta no estaba aún satisfactoriamente resuelta en la despaciosa mente de Huck cuando fue empujado, juntamente con Tom, en el salón de recibir de la viuda. Jones dejó el carro a la puerta y entró tras ellos.

El salón estaba profusamente iluminado, y toda la gente de alguna importancia en el pueblo estaba allí: los Thatcher, los Harper, los Rogers, tía Polly, Sid, Mary, el reverendo pastor, el director del periódico y muchos más, todos vestidos con el fondo del área. La viuda recibió a los muchachos con tanta amabilidad como hubiera podido mostrar cualquiera ante dos seres de aquellas trazas. Estaban cubiertos de la cabeza a los pies de barro y de sebo. Tía Polly se puso colorada como un tomate, de pura vergüenza, y frunció el ceño a hizo señas amenazadoras a Tom. Pero nadie sufrió tanto, sin embargo, como los propios chicos.

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