El faro del fin del mundo

—Pues bien; lo que usted no pudo conseguir, Vázquez, los dos lo conseguiremos — declaró el animoso John Davis—. Los restos de mi pobre barco, y desgraciadamente los de tantos otros, nos proporcionarán combustible en abundancia. SÍ se retrasa la salida de la goleta y continúa apagado el faro, ¡quién sabe los naufragios que todavía se producirán!...

—De todos modos — le hizo observar Vázquez—, Kongre y su banda no pueden prolongar su estancia en la bahía, y la goleta partirá en cuanto amaine el temporal y sea posible hacerse a la mar.

—¿Y por qué? —preguntó Davis.

—Porque ellos no ignoran que el relevo del servicio del faro está al llegar. —¿El relevo?

—Si, en los primeros días de marzo, y estamos a dieciocho de febrero.

—¿De modo que ha de venir un barco?

—Sí, el “aviso” Santa Fe debe venir desde Buenos Aires el diez de marzo, y acaso más pronto.

John Davis tuvo el mismo pensamiento que embargaba el espíritu de Vázquez.

—¡Ahí — exclamó— ¡Quiera Dios que sea así, que estos miserables estén aún aquí cuando el Santa Fe deje caer el ancla en la bahía de Elgor.

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